Él no es un chico como todos, aunque pareciera, le gustan los deportes, los carros, las reuniones con los amigos, para hablar de todo y nada a la vez. Pero hay algo que lo diferencia del resto, y eso es su forma de ser. Él es una persona muy sensible y muy sencilla, luchador incansable, firme a sus ideales, incluso tierno y con mucho amor para dar.
Un buen día él decide buscar otros rumbos, seguir sus corazonadas, aprovechar oportunidades y empacó sus cosas, besos a la familia y emprendió su nueva aventura, necesitaba sanar rodillas y corazón de la última caída de las nubes. Nuevo, sin conocer a nadie y saliendo a caminar para que la soledad no lo localice. En uno de tantos paseos en su tiempo libre, al doblar la esquina, sentada en una mesita del café, que se volvería el de siempre, estaba ella, con sus ojos llenos de vida, su libro en las manos y en un segundo de coincidencia él la miró y ella levantó la mirada.
Ella iba cada tarde de 4 a 6 al mismo café, siempre con un libro en las manos y tan radiante como de un tiempo acá, se había vuelto costumbre que él pasara a las 5:30 por ese lugar, volteara a la misma mesa y verla, esperar cruzar miradas y regalarle una sonrisa.
Pero ese día sería diferente, ella llegó al café de siempre a las 4, con su libro en las manos y un sobre como separador. Él pasó por ahí a las 5:30, la miró, pero ella no levantó la mirada, permaneció 5 minutos mirándola fijamente y nada. Dio un paso hacia ella, buscando su mirada y descubrió que una lágrima rodaba por sus mejillas. Sentía que la conocía de tiempo atrás y rompió el silencio, la voz de él la despertó de su letargo, enjugó sus lágrimas y le regaló su sonrisa.
Él no le preguntaba el motivo de su pena, su propósito era hacerla sentir mejor, se presentaron y charlaron por largo rato, que las 6:00 de costumbre habían quedado lejos, pedidas en las horas arrancadas del tiempo, del reloj, esas horas que le gritaban, que le reclamaban, pero que en esa ocasión ella no escuchaba. Tenían tanto en común y tanto de que platicar que ni uno, dos o tres cafés les serían suficientes y acordaron verse cada día a las 5:30, en el café de siempre, en la misma mesa, con la misma vitalidad.
Charlas café tras café, un apoyo incondicional a él que era recién llegado. Él ya no se sentía como antes, dejó a la soledad confundida al doblar la esquina, se quedó desorientada buscando alguien más un poco más gris a quien seguir para ofrecerle su compañía… oh pobre soledad.
El tiempo pasó, ella tenía algo que confesar, eso que desataba los torrentes internos, pero él no la dejaba nunca terminar, no porque no quisiera escucharle, sino porque sabía que eso a ella le hacía mal. Ella lo presentó con su familia y él no podía sentirse más feliz, tenía un motivo para permanecer en esa sucia urbe que le había dado una amarga bienvenida, pero también la oportunidad que ella llenara de luz y dulzura su estadía.
Cuando era más que evidente, porque el tiempo nada perdona, ella le confesó que sus ojos no eran lo único que tenía vida en ella, que alguien más crecía dentro de su ser. Ella no podía verle más a los ojos pues ellos solo habían cruzado palabras, todas las tardes en el café de siempre.
Cuando lo supo, él tomo una decisión… permanecer a su lado y llenarse de su milagro, pues es lo que le faltaba para acabar de sanar rodillas y corazón de la última caída, que ya había quedado en el pasado, dándole la mano a la soledad. Y a las dos se les puede encontrar al doblar la esquina justo antes de entrar al café de siempre, buscando algún pobre incauto que cargue con las dos.